sábado, 21 de julio de 2012

19J, Crónica vital

Crónica de un manifestante pacífico

(c) Quato, de libre uso.
Llegamos a Atocha sobre las 20:46, el ambiente era cordial, sorprendente por la presencia de diferentes grupos de policías de paisano, y diría que hasta festivo como lo atestiguan las barras de bar que la policía municipal amablemente habilitó en medio de la calzada. Puedo asegurar que los policías estaban al lado, pero ni se preocuparon. La mayoría de los que allí estaban de paisano eran compañeros suyos.
Llegamos a la fuente de Neptuno, dios de las mareas, hacia las nueve de la noche. Aquello no se movía y la riada desde Atocha era continua. Decidimos abordar el camino, como muchos de los manifestantes, por los laterales. Y cuando digo los laterales, hablo de aceras, jardines, carreteras y si hubiera mirado hacia arriba no sólo hubiera visto al helicóptero que de vez en cuando era recibido con las manos en alto, gritos y pitidos pidiendo que se contase a cada persona; sino a intrépidos manifestantes intentando llegar por aire a la Puerta del Sol.
Nos costó una hora llegar frente al Banco de España, ya en la calle Alcalá, después de haber visto camisetas amarillas de justicia, blancas de sanidad, verdes de educación, naranjas de RTVE,... y negro, mucho personal vestido de negro. Una hora por la vía rápida, demencial.
En Cibeles vimos como mucha gente subía hacia la Puerta de Alcalá, por el Paseo de Recoletos hacia Colón, allí nos encontramos con un compañero de concentraciones de Educación. Nos pregunta que dónde se encuentran los de su grupo, le decimos que al ritmo que van que le eche al menos otra hora hasta que lleguen a su nivel.
Vemos a decenas de personas que se marchan por la calle Barquillo y Gran Vía arriba. Los pitidos y gritos frente a la Consejería de Educación y Empleo son ensordecedores. Con mucha dificultad subimos hasta la calle Virgen de los Peligros, allí todo era lento, muy lento, con calor, mucho calor por la cercanía humana. Cientos de estufas a 36º Centígrados. Se notaba fresquito cuando por alguna extraña razón (sillas y mesas de un bar) se hacía un poco de espacio alrededor o disminuía el número de personas por metro cuadrado.
Entramos al kilómetro cero sobre las 22:45 de la noche, se corea "dimisión, dimisión, dimisión,..." como un mantra, un rezo, un deseo. Buscamos un hueco frente a la calle Carretas y allí permanecimos lo que se tarda en recuperar líquido y decidir que debíamos ir a Atocha para volver a casa.
Tomamos por la Carrera de san Jerónimo para coger la calle Virgen de la Vega. En nuestro caminar adelantamos a policías de paisano, con sus camisetas proclamando su profesión, afiliados a sindicatos y grupos anarcos, bomberos y todo tipo de gente indignada con las políticas del Gobierno del Partido Popular. Cuando estamos a punto de llegar a la calle que pretendíamos coger, nos faltaban apenas unos diez metros, la gente sale en estampida en dirección contraria a la nuestra. Según se desprende de los gritos, "qué cojones tienen los bomberos, han pasado la valla", y el reagrupamiento, parece que se salen con la suya y van a poder gritar y protestar delante de la fachada del Congreso, nuestro Congreso.
Titubeamos, ¿volvemos sobre nuestros pasos o reiniciamos la marcha por la calle prevista? No nos gusta la violencia y sabemos que lo único que podemos recibir es un porrazo, un botellazo o tener una mala caída. La compañera de mi vida, con el rostro demudado, me pide que nos marchemos. Retrocedemos, la curiosidad no me hace quedarme. Sin embargo, mi dignidad y mi negativa a tener miedo me hace ir tranquilo, sin correr, paseando. En ese ínterin vemos a alguien que comienza a tirar contenedores en medio de la calzada, tiran cosas. Mi mujer grita acercándose a ellos, que ovarios, que no tiren piedras (me pareció una piedra lo que salía volando de aquella mano). El acto es cobarde en sí mismo, porque a veinte metros hay gente que está frente a la policía y ellos no pueden escapar. Tiras la piedra y escondes la mano, eso no es tener honor ni valentía, es un acto de cobardía e insolidaridad.
Comienza otra carrera, la segunda carga, esta es más contundente. Arroyan a mi mujer, haciéndola una herida en la muñeca. Sé que la tengo a mi izquierda, pegada a la pared; pero yo sigo cercano a la calle, me vuelvo con las manos en alto y veo como los policías se nos acercan. Dando porrazos a diestro y siniestro. Observo aturdido por la violencia de la imagen, por la rabia que conlleva aquello como un muchachote de metro ochenta recibe dos porrazos de un tiarrón de azul que le saca casi una cabeza. Al menos los dos porrazos los ha recibido por debajo de la cintura. Le oigo gritar: "qué te vayas". ¿Hasta dónde cojones quieres que se vaya si está a cien metros de tu valla? Me pregunto. Todo esto lo veo como en cámara lenta, soy consciente de muchas cosas, pero mi vista se centra en los más mínimos detalles de la escena principal. Tengo a un policía sin víctima delante que se acerca, está a dos metros de mí, le hablo, le insto a que esté tranquilo. Mi cabeza bulle de pensamientos, qué horror me digo, cómo pueden provocar estas estampidas, ¿no velan por la seguridad ciudadana? Me sobrepasan, siguen viniendo, pero me han respetado. Brazos en alto, pidiendo tranquilidad, volviéndome a ellos y... habiendo rezado al dios Neptuno y a la diosa Cibeles me libré o soy invisible para ellos.
Veo como un bombero enorme con casco y traje ignífugo se enfrenta a los policías, otro se pone el casco, parece que se va a liar parda, pero no espero a ver más.
Reunidos otra vez, andando, nos retiramos. Me muestra la herida, es un raspón, duele el mancillamiento de la tranquilidad, de la paz. Bajamos por la calle Echegaray, obligados. En la bocacalle vemos a policías de paisano gritando a sus compañeros que así no, que están defendiendo sus derechos, los de ellos también,...
Cuando llegamos a la confluencia con la calle Manuel Fernández y González, oímos dos o tres disparos y vemos subir gente corriendo, desde la calle Virgen de la Vega, hacia donde estamos nosotros.
Seguimos, tranquilizándonos, la que comparte sillón en casa sigue con el rostro asustado. Delante nuestro una familia. Alrededor la gente corretea, unos hacia arriba, otros hacia abajo. Es una familia de turistas extranjeros. El niño, más joven, está muy nervioso, se le ve a metros que está a punto de llorar, tendrá unos doce años. Al seguir oyendo carreras, esta vez por nuestra calle, vienen de la Carrera de san Jerónimo, la familia se mete en el resquicio de un portal. Nos acercamos y les decimos que no, que no es seguro. No preguntan ¿no? Le hago un gesto para que vayan hacia la calle Atocha y les niego con la cabeza. No puedo mirarlos a la cara, me da vergüenza lo que está pasando, lo que está pasando en este país. Nos hacen caso. Al rato la mujer se vuelve y nos da las gracias en español. Nadie tiene un cartel en la cara que ponga, yo no fuí.
Bajamos por la calle Huertas, mucha gente de la manifestación tomando algo. Seguro que no saben nada, se veía que no esperaban lo que luego les vino encima. A la altura de la comisaría de policía una mujer está tendida en el suelo. La están asistiendo, no sabemos más, no queremos saber más. No vamos esta vez por el paseo del Prado, al fresco que era la única y exclusiva intención que teníamos, la de finalizar la marcha con un paseo agradable entre árboles centenarios. Allí comentamos lo ocurrido, buscando los porqués (reflexión que haré en una próxima entrada en este blog).
Fue en el autobús de vuelta a casa, tras una llamada a los familiares que cada vez más están preocupados por los que salimos en defensa de lo nuestro, de lo suyo y de lo de todos, cuando me vino el bajón total. Gastado el bidón de adrenalina que mi mente había chutado a mi cuerpo.

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